Por Eduardo Lazzari, historiador.
La Argentina, desde su fundación, ha sido bendecida por hombres y mujeres que han protagonizado, a lo largo de la historia nacional, episodios notables que influyeron en el contexto nacional y regional. Sin duda, Manuel Belgrano es uno de los personajes más importantes de la historia sudamericana. Su acción ha forjado la historia de cuatro países, al menos: Argentina, Paraguay, Bolivia y Uruguay. Es de los pocos próceres que el solo hecho de imaginar su ausencia habilita a pensar un peor destino para el continente.
Este año nuestro país celebra los 250 años de su nacimiento y conmemora los 200 años de su muerte, su paso a la inmortalidad. Ambos acontecimientos ocurrieron en Buenos Aires en el mes de junio. Dedicaremos estas líneas a uno de los fundadores de la Patria, cuyo temple moral hace que, incluso sus errores, obtengan una satisfacción por su acción vital. El título evoca palabras que le dirigió José de San Martín durante su único encuentro en la posta de Yatasto el 29 de enero de 1814. Aunque Belgrano dirá de sí: “Mucho me falta para ser un verdadero padre de la patria, me contentaría con ser un buen hijo de ella”.
SU FAMILIA
Se cumple hoy un cuarto de milenio del 3 de junio de 1770, cuando nacía Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús, el octavo hijo del matrimonio formado por el genovés Domingo Francisco Belgrano Perí y la porteña María Josefa González Casero. Es el único prócer argentino que nació, vivió y murió en la misma casa de Buenos Aires. Sin duda es el más grande porteño de todos los tiempos.
Don Domingo había llegado a Buenos Aires hacia 1750, luego de un largo viaje desde su Oneglia natal, en la Liguria, un pueblo que hoy tiene doscientos habitantes, y la mitad de ellos se apellida Belgrano. Doña Josefa era hija del santiagueño Juan Manuel González de Islas, que se había casado con María Inés Casero. Vivían en una casona ubicada a pocos metros del convento dominico de Buenos Aires que dio cobijo a la prole de 9 hombres y 7 mujeres, la mayoría de los cuales llegaron a edad adulta, algo extraño para la época. De esa descendencia han llegado al presente cientos de parientes directos de los Belgrano González.
La familia familiar era muy piadosa, y la contribución de los Belgrano para la construcción de la actual Basílica del Santísimo Rosario hizo que la tumba de los esposos esté ubicada en el crucero del templo. Tuvieron un hijo sacerdote, Domingo, y varios más fueron miembros de la Tercera Orden Dominica. Sin embargo, tanto el matrimonio como los bautismos de los hijos fueron celebrados en la iglesia de la Merced.
La tía abuela de Manuel, por rama materna, era la madre de María Josefa Villarino, casada con Angelo Castelli, un griego hijo de venecianos, quienes fueron los padres de Juan José Castelli. Esto muestra el abolengo santiagueño de los dos próceres de Mayo de 1810. El espíritu mercantil del genovés Belgrano y del griego Castelli los convirtió en hombres de fortuna y fueron actores principales de la sociedad porteña a fines del siglo XVIII.
SU FORMACIÓN EN EL PLATA
Sin duda, Manuel mostró desde muy niño sus cualidades que lo iban a convertir en uno de los genios de la independencia americana y uno de los hombres mejor formados. Belgrano nació cuando estas tierras pertenecían al Perú, y en 1776 se crea el virreinato del Río de la Plata, al mismo tiempo que se declara la independencia de los Estados Unidos de América.
Frecuenta el convento de la Orden de los Predicadores, donde aprende las primeras letras. Asiste al Real Colegio de San Carlos, destacándose en los estudios de latín, filosofía, lógica, física, metafísica y literatura. El ahora Colegio Nacional de Buenos Aires lo considera el mejor alumno de todos los tiempos. A los dieciséis años, su familia lo envía a estudiar a la metrópolis, acompañado de su hermano Francisco José. Corre el año 1786.
SU FORMACIÓN EN ESPAÑA
El joven Manuel se incorpora rápidamente al ambiente intelectual español, asistiendo a tres universidades. Comenzó sus estudios superiores en las universidades de Salamanca y Valladolid, graduándose como Bachiller en Leyes en 1789, con medalla de oro. Es el año de la Revolución Francesa. En Oviedo realizó cursos de economía, llegando luego a ser el primer presidente de la Academia de Derecho Romano, Práctica Forense y Economía Política de la Universidad de Salamanca.
Para entonces es un español ilustrado que, a diferencia de sus pares franceses, no niega la religión y acepta la autoridad de los reyes. El 11 de julio de 1790, el papa Pío VI lo autoriza a leer los libros prohibidos, en homenaje a su sapiencia y su prudencia. Tiene 20 años. Hacia 1793 recibe el título de abogado, y comienza a participar de consejos en la corte española, lo que le granjea la simpatía de funcionarios reales, a los que convence sobre los beneficios de la creación de un consulado en Buenos Aires.
Su autobiografía es un libro imprescindible, y dirá de sus tiempos en la península ibérica: “Confieso que mi aplicación no la contraje tanto a la carrera que había ido a emprender, como al estudio de los idiomas vivos, de la economía política y al derecho público, y que en los primeros momentos en que tuve la suerte de encontrar hombres amantes al bien público que me manifestaron sus útiles ideas, se apoderó de mí el deseo de propender cuanto pudiese al provecho general, y adquirir renombre con mis trabajos hacia tan importante objeto, dirigiéndolos particularmente a favor de la patria.”
Convertido en un estadista al servicio de España, regresará a su tierra, siendo nombrado el 2 de junio de 1794 como Secretario Perpetuo del Real Consulado de Buenos Aires, una institución inspirada por él mismo y que pareciera haber sido creada a su medida.
SUS AMORES
A pesar de los imperativos sociales en la Buenos Aires de principios del siglo XIX, Belgrano nunca se casó. Seguramente no le faltaron oportunidades siendo uno de los porteños más cultos y elegantes. El porqué de esa decisión tan íntima quedará para siempre en el limbo de las conjeturas, salvo que un documento pueda aclarar el misterio del camino de la soledad que decidió transitar. Pero sí se puede hablar de sus amores, contemporáneos a los momentos más álgidos de la Revolución.
María Josefa Ezcurra y Pedro Pablo
María Josefa Ezcurra era una dama porteña que había sufrido la huida de su marido, su primo Juan Ezcurra, quien dejó Buenos Aires hacia 1810. Por entonces, una mujer abandonada se convertía en una muerta civil. Ni siquiera podía ir a misa sola. Al parecer, en una de las tertulias tan habituales en la capital, el apuesto Manuel y la bella Josefa comenzaron una relación. Belgrano visitaba a su enamorada en los “Altos de Ezcurra”, una casona aún en pie a metros de la iglesia de San Ignacio, en la Manzana de las Luces.
Ese romance desembocó en el nacimiento de un niño el 30 de julio de 1813. Los cánones morales de la época eran tan crueles, que la futura madre viajó a una estancia litoraleña, parió a su hijo y lo “dejó” en los escalones marmóreos de la iglesia matriz de Santa Fe, donde “casualmente” lo encontró su hermana Encarnación, casada poco tiempo antes con Juan Manuel Ortiz de Rozas, quienes se hicieron cargo del recién nacido y lo criaron como hijo propio. A Pedro Pablo no lo reconocieron ni padre ni madre, pero a los 23 años, el entonces Restaurador de las Leyes le comunicó quienes eran sus progenitores. Fue entonces cuando el joven entendió el porqué del gran cariño que le profesaban su “tía Josefa” y aquel ya lejano “tío Manuel”.
Dolores Helguero y Manuela Mónica
Para el país eran tiempos tumultuosos. La guerra de la independencia llevó al general Belgrano al norte y en San Miguel del Tucumán su ejército triunfará en la histórica batalla del 24 de setiembre de 1812, que cambió el destino de la América española. Unos días después conoce a Dolores Helguero, una bella joven de 15 años. Es importante decir que, en esa época, una niña se convertía en adulta cuando podía ser madre. La guerra obligó a Manuel a viajar hacia Salta, Vilcapugio y Ayohuma. Volverá directamente a Buenos Aires y seguirá rumbo a Europa. Era 1815.
Al regresar del viejo continente, llegó para asistir al Congreso General Constituyente de 1816. Belgrano visitó a los Helguero y comenzó una relación romántica con Dolores. Estuvieron juntos tres años, con los intervalos que la guerra ocasionaba. El 4 de mayo de 1819 nació como fruto de ese amor Manuela Mónica. Las ventiscas de la historia llevaron al cansado general, casi preso, a Buenos Aires, donde moriría al año siguiente.
Se sabe por mentas que Dolores fue casada con un hombre que pronto la dejó. Ella se fue a Catamarca para huir del escándalo, y en 1825 llegó con su hija a Buenos Aires, donde la familia del prócer se hizo cargo de la educación de la niña, por voluntad testamentaria de don Manuel. Siendo presidente, Bernardino Rivadavia la visitaba y Manuela dejó este testimonio para la historia: “El señor Rivadavia me colocaba siempre debajo de ese retrato (de Manuel Belgrano) para admirar la semejanza que tenía con mi papá”. Fue sin duda bueno para ella el haber sabido siempre quienes fueron sus padres. Muchos años después, los hijos de Belgrano se conocieron y vivieron fraternalmente el resto de sus días, hasta sus muertes en la década de 1860.
Restan conocer muchos aspectos de la vida de Manuel Belgrano: sus enfermedades, sus amigos y sus viajes. También saber de su genio como hombre público, pero sobre todo recuperar al hombre ejemplar que marca el camino de la Nación Argentina. A lo largo de este glorioso mes de junio de 2020 daremos homenaje a uno de los grandes hombres de la América.
Casa natal de Manuel Belgrano, circa 1890
Convento de Santo Domingo. Litografía de Carlos E. Pellegrini
Belgrano en la Universidad de Salamanca
Universidad de Salamanca
Universidad de Oviedo